Durante un encuentro con miembros de la confederación, el dignatario expresó sus respetos por la labor desplegada en aras de hacer posible un mundo sin armas nucleares.
La conversación giró en torno al entendimiento del daño generado por las bombas atómicas y la necesidad de un mundo libre de este tipo de armas, algo en lo que juegan un papel de peso los gobiernos.
Una vez más, los miembros de la organización compartieron sus experiencias del bombardeo y solicitaron al Ejecutivo japonés que indemnice a las víctimas de aquel suceso, con secuelas hasta nuestros días.
La decisión de Estados Unidos de dejar caer bombas atómicas sobre las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente, ha sido cuestionada durante años por numerosos historiadores.
Tal disposición la adoptó el gobierno norteamericano al final de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), cuando la contienda ya estaba casi ganada por los aliados (Estados Unidos, Reino Unido, Francia y la entonces Unión Soviética).
Sin dudas, la masacre determinó la rendición incondicional del Japón militarista; pero el costo humano se sigue pagando todavía.
Aproximadamente 66 mil personas perdieron la vida en Hiroshima al instante de la explosión del 6 de agosto de 1945; mientras en Nagasaki, tres días después, la cifra se aproximó a 70 mil.
Cientos de miles de pobladores -la mayoría mujeres y niños- murieron con el tiempo a consecuencia de la radiación.
En Japón, cada año, en esas fechas, a la hora local exacta de la explosión, se guarda un minuto de silencio y, luego, se depositan ofrendas de flores y agua en memoria de los fallecidos y los sobrevivientes.
Muchos de ellos, en los días posteriores a la tragedia, pedían desesperadamente agua para calmar la sed generada por tantas quemaduras internas y externas, de ahí que el líquido vital se haya convertido en un símbolo de aquel triste momento.
oda/msm