Sin embargo, cuando algunos bailarines llegan a los más altos niveles de desarrollo profesional, eso de ser “el mejor” se vuelve algo difuso y relativo. Con el dominio avanzado de la técnica, la mayoría serán capaces de hacer más o menos lo mismo, desde los 32 fouettés de las chicas hasta los doble tours de los varones.
Es decir, en las grandes ligas todos son magníficos. La competencia depende entonces de detalles, de las características y rasgos propios de cada artista y, un elemento muy importante, de los gustos específicos del espectador.
Por eso a la salida de los teatros a veces se escuchan discusiones al estilo de:
– A mí me gustó más Juan porque tiene la figura de príncipe.
– Sí, pero casi no gira… prefiero a Pedro, ¿viste esos pirouettes?
Esta reflexión me lleva a un principio: aquí no pretendo hablar de los mejores bailarines, ni mucho menos… Simplemente, quiero compartir sobre los cinco bailarines o bailarinas que más he disfrutado, aunque varios se han retirado.
Comienzo por Sylvie Guillem. Cuando la vi fue un shock: la francesa era pura perfección, la bailarina clásica por excelencia, con sus pies exquisitos y líneas interminables. Parecía capaz de poner las piernas donde quisiera, haciendo gala de elasticidad y control casi sobrenaturales. Y mientras, permanecía regia, sin el menor signo de esfuerzo.
Es hoy leyenda viva de la danza. Fungió como estrella en la Ópera de París y el Royal Ballet de Londres, además de ser invitada en las más importantes compañías del mundo.
En Italia nacieron los pies más lindos que he visto sobre unas zapatillas de punta, los de Alessandra Ferri, catalogada entre las más excepcionales bailarinas dramáticas de la historia. Era la belleza en estado puro y casi flotaba cuando salía a escena.
Parecían hechas para ella coreografías como La Bella Durmiente, La Bayadera o Romeo y Julieta, en las cuales su magistral interpretación dejaba claro que dominar la técnica es solo el principio. Los grandes bailarines están hechos, también, de histrionismo, alma y de una magia difícil de explicar que algunos llaman “ángel”.
Mi otra favorita es la cubana Yolanda Correa, que por varios años fue primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba (BNC) y luego ha hecho carrera en compañías europeas.
A grandes rasgos, es posible distinguir que las bailarinas muy flexibles suelen ser algo “flojas”, mientras las más fuertes, con extraordinarias condiciones para los giros y saltos, por lo general tienen menos elasticidad. La Correa forma parte del selecto club que combina las dos cualidades.
Con la misma facilidad con que lleva sus piernas casi a la cabeza, compite con los hombres en las más difíciles combinaciones de giros y saltos. Así la vi durante sus años en el BNC, con unas potencialidades físicas e interpretativas excepcionales que le permiten ir de la excelencia en la danza clásica a los estilos neoclásicos y modernos.
Entre los hombres mi lista incluye al increíble Mijaíl Barishnikov, de origen soviético (Letonia) y dueño de una carrera internacional inigualable. Fue estrella de algunas de las más prestigiosas compañías, desde el Bolshoi hasta el American Ballet Theater.
Su técnica danzaria era magnífica, y, aunque no era muy alto, poseía una fuerza interpretativa inigualable. Era el tipo de bailarín que, una vez en escena, no puedes dejar de mirarlo. Un artista en toda la extensión de la palabra.
Algo similar ocurre con el cubano Carlos Acosta, cuya personalidad y gallardía sobre las tablas lo han convertido en un verdadero espectáculo. Y claro, cultivó un virtuosismo técnico sinigual. Dueño absoluto de su cuerpo, gira y salta cuánto quiere, desafiando la gravedad y cualquier otra ley de la física.
Por eso era impactante cuando salía a interpretar ballets como Don Quijote o el pas de deux de Diana y Acteon. Sin embargo, yo me quedo siempre con su inolvidable Manon.
(Tomado de Cuarta Pared, suplemento cultural de Orbe)