La clara crítica al mercado del arte se encendió más cuando días después el creador David Datuna se comió el plátano y dijo que su acción era parte de un performance titulado Artista hambriento. Los espectadores presenciaron el hecho con ojos de asombro, como si Datuna se estuviera comiendo cientos de dólares.
A la misma vez, Sarah Adelman, quien adquirió la obra, puso el grito en el cielo, pero la galería la tranquilizó anunciando que la pérdida del plátano no devaluaba la pieza. Tal es así que su autor pidió que cambiaran el banano cada siete o 10 días para que no se pudriera. Y para mayor tranquilidad y sosiego, sus instrucciones fueron transmitidas a la compradora junto a un certificado de autenticidad.
La polémica —tan efímera como el plátano que la alimentó— tuvo lugar mientras la escultora china Luo Li Rong moldeaba sus figuras de bronce, esculturas de una naturalidad increíble inspiradas en el arte del Renacimiento, que capturan la belleza y el movimiento de una manera asombrosa, demostrando que en este mundo moderno, donde lo perecedero se ha puesto de moda, todavía la verdadera belleza desafía el tiempo.
Para algunos críticos, no debe existir una distinción entre arte bueno y malo porque todo es solo arte, quedando la valoración a merced de las predisposiciones morales, sociales y económicas del espectador, quien desde tales apreciaciones lo categoriza.
Sin embargo, soy de los que opina que al dejar el valor de la obra al juicio moral-económico-social de quién la observa, termina por supeditarla a sus herramientas de análisis, que pueden ser mayores o menores de acuerdo a tales condicionantes.
No quiere decir que desestime lo que cada quién pueda sacar de conclusión al contemplar una obra de arte. Como escribiera el artista francés Marcel Duchamp (1887-1968), “contra toda opinión, no son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros”.
La reflexión personal es de sumo valor y es lo que el individuo se llevará consigo de la obra que ha visto. Pero la apreciación del arte se relaciona directamente con el gusto. Y que una pieza guste o no, no le quita o le suma al valor “real” que ella tiene.
Por ejemplo, el Dibujo de De Kooning borrado (1953), de Robert Rauschenberg; Mierda de artista (1961), de Piero Manzoni, y La civilización occidental y cristiana (1965), de León Ferrari, son tres de las piezas más famosas del arte conceptual, en el que la idea es más importante que la obra de arte como objeto físico o materia.
Empero, este movimiento artístico no goza de tanta preferencia del público, a pesar de sus mensajes contra la guerra de Vietnam, en defensa de la mujer, de la protección del medioambiente o de alerta por el uso desmedido de las nuevas tecnologías.
Respeto los criterios que respaldan y justifican desde la academia la existencia de este tipo arte, en la mayoría de los casos menos rigurosos con la “belleza” de la obra. No obstante, soy de los que prefiere deleitarse con La noche estrellada, de Vincent Van Gogh; Las señoritas de Avignon, de Pablo Picasso, o La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
De hecho, el absurdo alrededor del famoso plátano de marras pudo sonar a burla. Pero para suerte de algunos, en esos días el Museo del Prado, de Madrid, celebraba por todo lo alto los 200 años de fundado, orgulloso de su legendaria colección.
Y en sus amplias salas solo hay que detenerse a disfrutar Las meninas, de Diego Velázquez; El jardín de las delicias, de El Bosco; La maja desnuda, de Francisco de Goya, o Dánae recibiendo la lluvia de oro, de Tiziano, para coincidir con José Martí en que el arte no es más que “la forma de lo divino, la revelación de lo extraordinario”.
(Tomado de Cuarta Pared, suplemento cultural de Orbe)