Los nacidos en el país latinoamericano dedican este viernes al recuerdo de los niños y mañana lo harán con los adultos que partieron, en una suerte de epílogo para una jornada de actividades, que mostró por estos días una visión no tan pesimista sobre la muerte.
Muy lejos de la amargura, la escala de grises y el silencio, los altares levantados en casas e instituciones destacan por sus colores vívidos y ofrendas en las que se juntan desde pequeñas calaveras de azúcar y chocolate, hasta papel picado, pan de muerto y los platillos favoritos de los difuntos.
La celebración evidencia el sincretismo entre la cultura originaria y la religión católica: de la primera, proviene la costumbre de colocar la flor de cempasúchil, que guía los pasos de la persona querida al encuentro de los vivos, y el copal, una resina aromática utilizada desde tiempos prehispánicos como medio de purificación.
Cerca de la foto de la persona ausente o de objetos que utilizaba, suelen apreciarse también velas y veladoras, influencia de la vieja metrópoli.
La ciudad acoge además la exposición de megaofrendas, una de ellas, seguramente la más popular, en el céntrico Zócalo.
Esta vez la obra, inaugurada el 30 de octubre, consta de 21 piezas de cartonería (artesanía local) de diferentes tamaños, entre los seis y 17 metros, además de un espejo de agua y un jardín de cempasúchil con 10 mil plantas de productores de Xochimilco, según precisó el gobierno de la urbe.
La celebración previa al Día de Muertos tuvo también paradas icónicas, entre estas, el desfile de catrinas, símbolos de la muerte marcados por su vistosidad; la exhibición de alebrijes monumentales, figuras de seres fantásticos, y un paseo nocturno en bicicleta, distinguido por disfraces de personajes terroríficos.
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