Por Boris Luis Cabrera
Su nombre ya estaba inscrito con letras doradas en los anales de la historia del deporte al acumular cuatro medallas de oro consecutivas en citas estivales desde Beijing 2008 hasta Tokio 2020, pero a pesar de sus 42 años decidió desafiar nuevamente al tiempo y al desgaste físico y se alzó con su quinta dorada en París 2024.
En la capital francesa, el escenario estaba listo para un capítulo final digno de una leyenda y enfrentó cada combate con la misma determinación que lo había llevado al éxito en el pasado, con una actuación que fue una muestra de su esencia: técnica impecable, fuerza avasalladora y un espíritu inquebrantable.
El público, consciente de estar presenciando un momento histórico, ovacionó cada movimiento del gigante cubano, quien derrochó experiencia y temple para lograr victorias contundentes y consagrarse como el más grande luchador grecorromano de todos los tiempos.
Mijaín López no solo es un símbolo de excelencia deportiva, sino también de orgullo nacional para Cuba. Su humildad, carisma y dedicación lo han convertido en un héroe dentro y fuera de los tapices y ha representado el espíritu de lucha y resiliencia de su país, portando la bandera cubana con orgullo en numerosas ocasiones.
Además, ha inspirado a generaciones de jóvenes atletas no solo en su tierra natal, sino en gran parte del planeta, mostrando que, con trabajo arduo, determinación y amor por lo que haces, los límites pueden ser superados.
En París, bajo la sombra de la Torre Eiffel, el mundo fue testigo del último acto de un titán, que cerró su carrera con grandeza y reservó un lugar en la eternidad.
El colchón azul y dorado se convirtió en un altar sagrado en su último combate. Allí, donde los sueños de los hombres se enfrentan a la implacable realidad, el Coloso de Herradura —su natal pueblo en la occidental provincia cubana de Pinar del Río— peleó no solo contra su adversario, sino contra el tiempo, ese juez silencioso que todo lo alcanza.
Y aunque muchos insaciables añoren desde ya su épica sobre los colchones internacionales, con la serenidad e inteligencia de un sabio decidió que era hora de descansar.
Al terminar el combate, con el eco de los aplausos cubriendo la arena, se inclinó ante el suelo que tantas veces lo sostuvo y lentamente, con una dignidad que solo poseen los grandes, se quitó las zapatillas y las dejó allí, en el centro del tapiz.
No fue solo un gesto; era un poema en acto, un adiós en silencio. Esas zapatillas, gastadas pero majestuosas, hablaron por él: «He dado todo. Aquí quedan mis pasos, pero mi espíritu seguirá en cada fibra de este colchón».
Todos, enmudecidos por la emoción, comprendieron la magnitud del momento. No era solo el retiro de un campeón, sino la despedida de una era, de esas que estremecen a los dioses del deporte.
Ahora, las zapatillas de Mijaín López reposan como reliquias en la memoria colectiva, un símbolo de lucha, de entrega y de la belleza de saber cuándo es tiempo de soltar.
Y aunque ya no lo veremos dominar con su fuerza colosal, su legado persiste, escrito en cada grano de ese colchón que lo vio vencer y que, al final, también lo vio partir.
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